Los asesinatos empezaban con una llamada telefónica y solían terminar en una decapitación, pero eran sólo
trabajos para este sicario mexicano, uno de los quizá cientos que han aterrorizado Ciudad Juárez. Pero ahora las torturadas caras de los muertos lo persiguen.
Al recordar sus años como asesino a sueldo, relató que la mayoría de sus trabajos comenzaban con una voz al teléfono que le indicaba el lugar de reunión. En la casa de seguridad encontraba las armas y al equipo. Le entregaban una fotografía de su objetivo -un jefe policiaco que debía dinero, un político que se puso en el camino- y esperaba la señal, a veces durante días. El objetivo podía estar en su casa, en su oficina, afuera de un centro comercial o dentro de una patrulla de policía.
Los asesinos raramente batallan para hallar a su víctima. A los guardaespaldas generalmente se les sobornaba. Varios tiros detrás de la cabeza o una ráfaga de balas en la portezuela del auto y en el cuerpo eran suficientes. Los asesinos reciben instrucciones de cortar la cabeza si la víctima hablaba demasiado; los brazos y dedos, si robaba drogas o dinero. “Hay cuestiones que personas hacen y que no deberían de haberlo hecho y eso es el castigo”, dijo el sicario y ex oficial de policía a Reuters desde un sitio seguro en Ciudad Juárez, fronteriza con El Paso, Texas. Temiendo por su seguridad, pidió mantener su identidad en secreto. Habló casi con susurros. Sus ojos estaban cubiertos con lentes con cristales de espejo y apenas podía verse una hilera de dientes rotos detrás de su labio inferior.
Los sicarios que trabajan para bandas del narcotráfico están convirtiendo a México, una prominente economía emergente y uno de los principales abastecedores de petróleo a Estados Unidos, en una zona de conflicto que está alarmando a Washington, al turismo y a inversionistas extranjeros. El presidente Felipe Calderón lanzó una ofensiva contra los cárteles de la droga desde que asumió el cargo a finales del 2006. Los enfrentamientos entre las bandas y con fuerzas de seguridad han dejado más de 25,000 muertos en el país desde entonces.
Asesinos abudan ahora.
El sicario solía ganar hasta 15,000 dólares en efectivo por cada asesinato, pero ahora dijo, la paga ha caído fuertemente. En estos días, cualquiera puede ser un sicario, vendedores minoristas, adictos, policías de nivel bajo, comentó. “Matan a mujeres y niños, trabajan sin ningún cuidado”, dijo tras insistir en que él fue un profesional desde su primera ejecución a los 17 años. “Yo mataba, cortaba cabezas. Tuve mucho trabajo en el 2008, a veces varios trabajos por día”, dijo fríamente.
Trabajó durante años en la frontera, en los estados de Baja California, Sinaloa y Sonora. Y antes de que la guerra del narcotráfico escalara, se mudó a Juárez donde el capo Joaquín “El Chapo” Guzmán del estado de Sinaloa envió a sus hombres a pelear por las rutas de trasiego de droga a Estados Unidos. Fue contratado para matar a empresarios, funcionarios locales y jefes policíacos, nunca contrabandistas de poca monta.
Aparentemente trabajó para Guzmán, aunque rechazó nombrarlo. Tras 20 años en el negocio, no pudo más y se retiró. “He cambiado mi vida”, dice mientras sostiene una Biblia. Se dice arrepentido, pero el pasado pesa en su conciencia. “Muchas veces ves cómo quedan las personas, con sus cabezas desbaratadas a balazos. Quedan grabadas en la mente”, aseguró.
De policía a sicario.
Al principio estaba nervioso, y temblaba. Lo hizo estando drogado pero sabía manejar una pistola porque fue entrenado como agente de policía en su natal Durango, en el noroeste de México. Durango es un estado donde muchos agricultores pobres se han convertido en productores de marihuana y en donde Guzmán, un hombre maduro, celebró su boda con su novia de 18 años en el 2007. Es territorio “narco” y es donde el sicario aprendió el negocio.
El y su grupo de amigos de la preparatoria transportaban marihuana desde ranchos en la montaña a la ciudad de Durango, pasando por puntos de revisión militar en horas designadas. “Ya estaba arreglado”, dijo. Se unió a la policía un poco después pero sólo duró un año, tiempo suficiente para aprender a usar un arma automática. Primero fue testigo de una profunda corrupción policiaca en Durango y aprendió lo necesario sobre secuestro, extorsión, soborno y asesinatos a sueldo.
También aprendió a vivir con perfil bajo, llevar varios celulares, nunca viajar con armas y estar siempre disponible. “Hay gente en Juárez, es la que nos maneja, nos distribuye entre los trabajos. Venimos de afuera, nomás venimos a hacer lo que hay que hacer, hacemos la agresión, hacemos nuestra salida y desaparecemos”, expresó.
Via: EL ESPECTADOR / Reuters
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